Ponencia
sobre Ana Belén Montes al celebrarse el 8vo Encuentro Continental de
Solidaridad con Cuba, del 28-30 de julio de 2016, en República Dominicana
Hace varios
años el líder pacifista hindú Mahatma Gandhi dijo lo siguiente: “Existe una
corte superior a las cortes de justicia y esa es la corte de la conciencia.
Ella excede todas las otras cortes”.
Ana Belén
Montes decidió obedecer su conciencia antes que obedecer la ley. Obedecer su
conciencia le valió una condena de 25 años de cárcel en una prisión de alta
seguridad. Desde afuera, el edificio parece un enorme depósito de concreto del
color de las tumbas. Lo rodea una estela de grama, verde y saludable, como para
contrastar la sensación que producen los espacios desolados. Pero desde el
interior del edificio no es posible advertir la vida que palpita en el resto
del mundo. Apenas tiene ventanas. Adentro, el lugar hiede a orines y a
excrementos.
Las paredes
blancas del monótono Federal Medical Center, Carswell, ubicada en Fort Worth,
Texas, contiene en una de sus celdas a una prisionera que se diferencia de la
población general. Allí las mujeres gritan, arañan, muerden, patean, destruyen,
enloquecen, o se echan a morir. Ella, en cambio, construye para sí misma una
burbuja. Desde ese lugar de protección todo lo ve, todo lo oye, todo lo siente;
pero no muere. Si rompiera su burbuja, habitaría en un recinto
tormentoso. De alguna manera, Ana ha logrado preservar quien siempre ha
sido. Al menos, la persona que se estremeció ante la injusticia y optó por solidarizarse
con el perjudicado. Ella tiene los ojos vivos y la mente despierta.
Hace catorce
años que Ana Belén Montes sobrevive el infierno de Carswell. Cada mañana se
despierta para enfrentar un día parecido al anterior: privada del contacto con
la naturaleza, del abrazo de sus seres queridos, de conversaciones coherentes y
de una atmósfera que alimente su sentido de valía. Por fortuna, su
conciencia respira paz. Sabe que no hubiera podido vivir con el pensamiento
tranquilo si hubiera ignorado al pueblo cubano. Se trataba de un país vapuleado
por otro país. Uno era poderoso y con ansias de dominación. El otro, el cubano,
decidido a construir un sistema de gobierno propio.
Era el año
1985. Para entonces Ana Belén había conseguido un empleo en la Agencia de Defensa
de Inteligencia, conocido como la DIA por sus siglas en inglés. Ella misma
decidió solicitar trabajo allí, tras completar una maestría en Estudios
Internacionales en la Universidad John Hopkins. Ana fue una estudiante
sobresaliente. Apenas unos años antes se había graduado de un bachillerato en
Relaciones Extranjeras, en la Universidad de Virginia. Su inteligencia, su
pensamiento analítico y su alto nivel de responsabilidad, lograron que escalara
puestos de mayor influencia. La asignan al Boiling Air Force Base, en
Washington, y allí trabaja como especialista en investigación de inteligencia.
En el 1992 se une al Pentágono como analista. Al momento de su arresto, en el
2001, Ana Belén se desempeñaba como una de las analistas especializadas en
Cuba.
Ana entendió
el motor ideológico que impulsa a los países prepotentes. Supo de lo que han
sido y son capaces de hacer con tal de imponer sus negocios en tierras ajenas.
Las intervenciones de los Estados Unidos en los países latinoamericanos son tan
viejas como el propio país. Nicaragua, Guatemala, El Salvador, México, Chile,
República Dominicana, Puerto Rico, entre otros, han sido objeto de maniobras
ilícitas por parte del gobierno estadounidense. La historia lo almacena todo en
su memoria.
Ana trabajó
desde las entrañas del país poderoso. Para entonces, la política de la nación
estadounidense llevaba más de treinta años imponiendo castigos al pueblo
cubano. Hoy día sobrepasa el medio siglo de agresiones y hostilidades. Ana pudo
haberse hecho de la vista larga. Después de todo, ni siquiera se trataba de su
país ni de su gente. Pudo haber hecho silencio. Hacer lo que hacen tantos.
Limitarse a realizar su trabajo, y ya. Ignorar lo que parecía imposible de
cambiar. Pero a ella se le retorcieron los intestinos cada vez que advirtió un
crimen de estado en contra de Cuba. Otro crimen, y otro. Optó por el camino que
asumen unos pocos. Es muy grande el riesgo. Se juega la libertad personal.
Es
más, la propia vida. Se trata de la misma ansia justiciera que impulsó a Martin
Luther King, Mahatma Gandhi, Simón Bolívar, Nelson Mandela, y otros
tantos héroes y heroínas que la historia ha reconocido. Se entregó como
ellos hicieron, con un compromiso insobornable ante la afrenta, aunque cada
quien asumió distintos rumbos en la lucha que escogieron. En el fondo, los
apremiaba un mismo fin humanitario.
Por eso fueron capaces de alzar la voz y
empuñar el brazo.
Por eso vibraron con los principios que nos hacen humanos y
buenos vecinos.
Por eso también impulsaron el sentido de la dignidad;
defendieron el derecho a la autodeterminación; resistieron la corriente de la
política apabullante; y transgredieron la propia injusticia creada por el brazo
opresor.
Tal vez sin
ella saberlo, Ana Belén se inserta dentro de la tradición de la lucha antillana,
según la enunció Ramón Emeterio Betances hace más de un siglo. Para entonces,
la Confederación Antillana perseguía terminar con el colonialismo europeo en
las Antillas, mediante la consolidación de las Antillas Mayores en un ente
regional que contribuyera a preservar la soberanía de República Dominicana,
Cuba y Puerto Rico. Otros patriotas abrazaron la misma idea solidaria de
Betances: Eugenio María de Hostos, José Martí, Gregorio Luperón, Juan Rius
Rivera, Pedro Albizu Campos, Juan Antonio Corretjer Montes, Juan Mari Brás y
Rubén Berríos, entre otros. La lucha aún continúa.
En el 16 de julio de 1867 el Comité Revolucionario de Puerto Rico emitió la siguiente proclama:“¡Cubanos y puertorriqueños, unid vuestros esfuerzos, trabajad de concierto, somos hermanos, somos uno en la desgracia; seamos uno también en la Revolución y en la independencia de Cuba y Puerto Rico! Así podremos formar mañana la confederación de las Antillas.”
Como si
tuviera en su sangre los postulados heroicos del líder antillano, Ana Belén
Montes, de padres puertorriqueños, nacida en Alemania y criada en los Estados
Unidos de América, ofrenda su vida con tal de que Cuba pudiera preservar su
derecho a la autodeterminación, muy a pesar de las presiones impuestas por el
imperio norteamericano.
Ana Belén
tenía la oportunidad en sus propias manos. El sistema estadounidense urdía
nuevos ataques contra Cuba. Ana se debatía entre dos opciones: actuaba o se
mantenía en silencio. Se hacía cómplice de las agresiones o denunciaba la mano
criminal. Sintió miedo. Era consciente de las consecuencias de su acción. Sabía
que, de ser descubierta, se enfrentaría a una condena perpetua. Incluso, a la
posibilidad de la pena de muerte. Mientras tanto, Ana no recibía nada a cambio.
Ni dinero, ni favores, ni reconocimiento.
Acaso, la soledad que impone un
trabajo clandestino que requería una extrema discreción, y el miedo a ser
atrapada. Pero la voz de su conciencia fue más fuerte. Se armó de valor. Trató
de contribuir a que el país caribeño se protegiera del terrorismo de
estado organizado y financiado por los Estados Unidos. Ese fue su crimen.
Ana Belén
fue detenida el 21 de septiembre de 2001 en su propia oficina. Los agentes del
seguridad llevaron una silla de ruedas para llevársela arrestada, en caso de
que fuera necesario. No fue necesario. Pálida y en silencio, Ana caminó erguida
y con la frente en alto.
Un año
después, el 16 de octubre de 2002, Ana se enfrentaba a la Corte Federal de los
Estados Unidos. Le echaron 25 años de prisión en una cárcel de máxima seguridad
tras declararse culpable de conspiración para cometer espionaje a favor de la
Dirección de Inteligencia de Cuba. Con la entereza usual en ella, leyó en la
Corte Federal las declaraciones que revelaron los principios y los valores que
la indujeron a proteger al pueblo cubano de la política hostil de los Estados
Unidos. En su alegato, proclamó lo siguiente:
“Honorable,
yo me involucré en la actividad que me ha traído ante usted porque obedecí mi
conciencia más que obedecer la ley. Yo considero que la política de nuestro
gobierno hacia Cuba es cruel e injusta, profundamente inamistosa, y me
consideré moralmente obligada a ayudar a la isla a defenderse de nuestros
esfuerzos para imponer en ella nuestros valores y nuestro sistema político”.
Ana Belén es
mi prima hermana. A pesar de que ambas vivimos en países distintos (ella, en
los Estados Unidos y yo, en Puerto Rico), siempre mantuvimos correspondencia y
nos visitábamos durante algunos veranos.
Desde niña,
sentí admiración hacia Ana. Recuerdo su tendencia hacia el estudio, su actitud
reflexiva, su discreción. Demostraba buenos sentimientos hacia sus padres, sus
hermanos, su abuela y sus tías.
Siempre me pareció sensata, bondadosa,
consciente de los demás y cariñosa con su familia. Hasta su cabellera larga y
lustrosa quise yo, a mis doce años, imitar. Con el tiempo, el respeto hacia mi
prima creció. Observé su sentido ético, su capacidad para mostrarse solidaria
ante los menos afortunados, y su actitud desprendida en favor de otros. En cierta
ocasión, durante un verano en que se hospedaba en casa, tuvo la iniciativa de
contribuir económicamente con una pareja de escasos recursos que contraía
matrimonio. Ana tendría dieciséis o diecisiete años. Ella no los conocía, no
estaba invitada a la boda, pero su generosidad la movió a obsequiarlos, de
forma anónima, y alivianarles así la carga financiera.
Sus inclinaciones, lo
confieso, respondían a una manera de vivir muy distinta de la que se promueve
en las sociedades materialistas, enfocadas en lo efímero, en el
engrandecimiento del ego o en el hedonismo.
En otro de
esos veranos en los que Ana nos visitaba, observé que un día se vistió de un
negro riguroso. “¿Por qué?”, le pregunté, a lo que me contestó: “El papá de mi
mejor amiga murió”. Y añadió: “Quiero estar con ella”. Con gestos como
este, en el anonimato, Ana se solidarizaba con los que sufrían. Su amiga se
llamaba Terry. Nunca me olvidé.
Cuando Ana
venía a Puerto Rico, la playa era un destino obligado. Le encantaba meterse al
mar, solearse, comer piña fresca y beber agua de coco. Disfrutaba la compañía
de las primas y los primos, sobre todo de los más bromistas. Se aseguraba de
visitar a la abuela, las tías y las tías abuelas. A todas obsequiaba. Con todas
era muy afectuosa.
Desde su
encierro, hace catorce años, Ana Belén y yo nos escribimos tan a menudo como
podemos. Confieso que desde entonces, nos hemos acercado aún más una a la otra.
Las cartas son un abrazo en la distancia. Las palabras impresas, un lujo. A
través de ellas nos contamos la vida y los desafíos de cada quien. Ella, desde
su apretado mundo físico. Yo, desde la amplitud de un espacio sin cerrojos.
Pero el espíritu no conoce murallas. Por eso las palabras que intercambiamos se
encuentran. Ahí coinciden los anhelos de Ana y los míos; las reflexiones de Ana
y las mías; los amores de Ana y los míos. Y el cariño a prueba de treguas.
Ella no lo
sabe pero desde siempre, me ha emocionado su energía solidaria. Es como si se
le hubiese impreso en sus células la consciencia de que otro ‒distinto a ella
pero igual de valioso‒ existe.
También me he enriquecido al advertir su
capacidad de escuchar de manera atenta, de hacerse presente con las palabras y
con el sentimiento, de reaccionar al dolor ajeno y convertirse en parte de la
solución. Pero Ana me ha regalado algo más. Con su proceder, ha sido un ejemplo
de valor y de humildad. Y me ha dado el privilegio de acompañarla, también
“vestida de negro”, dentro de los barrotes de su celda.
Ana Belén
resiste. Lo hace agarrada de los principios que inspiran su vida. Por eso
cuando el 14 de diciembre de 2014 el presidente Obama declaró que: “Estos 50
años han demostrado que el aislamiento no funciona. Es hora de tener una nueva
estrategia”, a Ana el corazón le retumbó. Ana no es ingenua. Sabe que la nación
estadounidense intentará lograr su objetivo, si no con hiel, con miel. Aun así,
interpreta el gesto del presidente como el indicio de una posible
reconciliación entre ambos países. Y para Ana, esto no es otra cosa que
advertir que su sueño de amistad entre ambos pueblos recién comienza a hacerse
real.
Ana resiste
gracias a la lealtad que ella le otorgó a su propia conciencia. Porque esa,
querámoslo o no, nunca nos abandona. Por eso creo que la conciencia de Ana la
acompaña en medio de su soledad. Y estoy segura de que, en medio del infierno
que vive, le da un sentido infinito de paz.
Ana resiste
con las palabras que lee. Lee con avidez palabras de otros. Ana se instruye,
analiza, formula opiniones, se expresa. Sabe que los libros son un antídoto
contra la necedad y el olvido. Lee de historia, de política, de espiritualidad,
lee verdades universales en el lenguaje de los niños. Se ha encantado con José
Mujica, ex presidente uruguayo, y con el Papa Francisco. A ambos admira por su
profundidad, su sencillez, y su identificación con los menos afortunados.
Ana resiste
mientras contempla y aprecia las bellezas naturales en los documentales del
NationalGeographic narrados por David Attenborough que transmiten en la
prisión. Esas le recuerdan que existe un mundo armonioso fuera de las
rejas que la aprisionan. Ana le hace espacio en su alma a ese universo
asombroso. Sabe que a pesar de las injusticias que ha atestiguado, la bondad
humana existe. Y de repente, se ha sabido querida por un conjunto de hermanos y
hermanas procedentes de Cuba, de Puerto Rico, Francia, Brasil, Italia, Canadá,
República Dominicana, Chile, Argentina, entre otros, que la apoyan y se
solidarizan con los principios que ella defendió. Creo no equivocarme si afirmo
que le han entibiado el corazón.
Ana se
permite sentir. Le bajan lágrimas cuando la emoción la abraza. Se conmueve al
advertir que la lucha por ella es realmente la lucha por un ideal más amplio y
más trascendental que su excarcelación. Esa lucha se refiere al proceso de
reconciliar países y pueblos, al acercamiento de ciudadanos del mundo, aun
cuando estos tienen o persiguen distintos modos de vivir. Como ella misma
pronunciara, inspirada en un proverbio italiano: “Todo el mundo es un mismo
país”.
Ana ama a
Cuba. Pero ama más las causas justas. Protegió a Cuba porque resultó ser el
país vapuleado por una nación poderosa y hostil. Si hubiese sido lo contrario,
si Cuba o Puerto Rico hubiesen sido las naciones poderosas, Ana hubiese
defendido al pequeñín Estados Unidos.
Ana no
quiere protagonismo. Le incomoda que la tilden de heroína o excepcional. Para
ella, su proceder obedeció a una obligación personal que no era posible
ignorar. Le sucedió igual que les ocurrió a los médicos cubanos que sintieron
la obligación de ofrecer sus servicios a los pacientes de ébola, allá en Africa
Occidental, muy a pesar de los riesgos que ello implicaba. Ellos no se
sacrificaron para que la historia los reconociera como heroicos o
excepcionales. Tan solo obedecieron su conciencia; atendieron su obligación y asumieron
los riesgos. Una obligación que a ellos ‒igual que le ocurrió a Ana les
resultaba inquebrantable.
Así siento a
Ana. Por eso no busca ni espera el elogio. Por eso soporta el vituperio. Por
eso también soportó el miedo que pudo provocar su lucha y aún soporta el
infierno de la prisión. Para ella, el apoyo a su causa no es otra cosa que el
apoyo a la soberanía de Cuba ante los Estados Unidos; o mejor dicho, al derecho
que debe asistir a todos los países del mundo a construir su propio destino.
Ana aún se solidariza con este principio universal, y estoy segura de que
continuaría ofrendando la vida con tal de que Cuba no abandone su ideal
libertario.
Esa es Ana.
Internacionalista. Innegablemente solidaria. Respetuosa de la humanidad.
Aferrada a los principios de justicia y paz por los que tanto han luchado otros
héroes y heroínas a través de las edades. Y con la modestia que suelen tener
aquellos que le habitan ideales nobles.
¡Libertad
para Ana Belén Montes!
No hay comentarios:
Publicar un comentario